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                                                                                                                                                                                                                                                                                                    CUBA.1989                                                                                                                                        ​​

                                                                                                          EL BUGA,  MATANZAS Y SUS CUEVAS​

 

La necesidad de tener más libertad de movimientos se imponía e hizo que desde temprano nos moviéramos para alquilar un coche. Paramos en la primera oficina de alquiler que encontramos;  era una habitación cuadrada y no muy grande, pintada de blanco. Tenía dos ventanas grandes por donde entraba el sol caribeño, lo que explicaba el calor que hacía allí dentro. Una sola mesa y un solo funcionario. Entré, y justo cuando le preguntaba por un coche, unas voces interrumpieron mi propósito. Los dos miramos hacia afuera, se trataba de dos portorriqueños que hablaban en una especie de inglés parecido al diálogo de una película de Spike Lee  en un volumen de voz lo suficientemente alto como para garantizar cualquier recuerdo de su presencia. Uno de ellos se dirigió al interior de  la oficina preguntando por el precio de un alquiler; eso sí, esta vez en castellano. Obtenida la respuesta, salió deprisa parloteando en su particular “spikeleelenguage”. Los seguimos con la vista hasta que desaparecieron. Se marcharon tan rápido cómo habían llegado.  Entonces tras un giro, casi sincronizado, de nuestras cabezas y por un instante, nos miramos a los ojos. Aunque nunca comentamos nada sobre los portorriqueños.

- ¿Qué deseaba? Dijo el funcionario.

- Quería alquilar un coche. Respondí.

- ¿Me deja el carné de manejar?

- ¡No!, no, yo… Yo no tengo carné. Quiero decir que yo no…lo alquilo. Lo    alquilamos  con el carné de un amigo, que está aquí afuera.

- ¡Oye,  compadre déjame tu carné!, insistía. Mientras arreglábamos el  papeleo sentados los tres alrededor de una pequeña mesa de metal,  reanudamos la conversación.

- Pero,  con ese acento..., ¿de dónde son  ustedes, chico?

- De Canarias, respondimos a la vez  mi amigo y yo.

-¡Qué carajo, chico!  ¡De Canarias!, entonces son isleños como los  cubanos, como yo. Sin ir más lejos mi abuelo era de allá, de Tenerife,  respondió el cubano.

- Pues fíjese qué casualidad, yo nací en Tenerife y mi abuelo materno  nació aquí en La Habana.

- ¡Oye chico! ahora me vas a escuchar tú a mí, mi hermano. ¿Cómo que  esto tú no me lo contaste antes? 

 

Así que ya teníamos nuestro “buga”. Era un coche descapotable (no por lujo sino por ausencia de techo) de  fibra de color blanco y motor Wolswagen. Con un taco de vales de gasolina y la palanca de cambios en la mano, ya que a ésta no le costaba nada despegarse del resto del vehículo, decidimos tirar de carretera y acercarnos a la ciudad de Matanzas. La continua novedad del paisaje, la ansiedad por conocer un lugar nuevo y la dichosa palanca de cambios, hicieron que el viaje fuese entretenido a pesar de que era algo más de setenta kilómetros. Demasiado largo para hacerlo en aquel vehículo y sobre esa carretera. Al llegar a la ciudad, en un cruce con el semáforo en rojo, nos detuvimos. De repente, pasó un tren ante nuestros ojos como si fuese una proyección sobre una  gran pantalla de cine, delimitada por las esquinas de las casas, mientras nosotros la contemplábamos como espectadores sentados en la primera fila. Los vagones pesados y oxidados pasaban tronando uno tras otro. Parecía interminable. En realidad no duró más de unos  treinta segundos. Los justos para hacernos regresar a la realidad después de un viaje casi anestesiante y suficiente como para convertirse en el tema de conversación mientras degustábamos los helados de Copelia de Matanzas, que esta vez  eran  de café. Fue aquí en la heladería, donde nos enteramos de la existencia de unas cuevas en las que se organizaban visitas guiadas a su interior como explotación turística. Una vez averiguada la situación del lugar, agarramos el carro y pusimos rumbo fuera de la ciudad. Subimos por una carretera que nos llevó a la misma boca de la cueva. Arriba sólo había una cafetería y sus empleados, y al lado la puerta de la gruta. Era un espacio abierto, techado en parte por la misma estructura de la cueva. El  suelo y las paredes de piedra labrada. Al fondo una especie de mostrador del mismo material y clavada en la pared una placa de metacrilato con el mapa de la estructura de la cavidad. Sin saber de dónde aparecieron tres negritos, de  unos nueve o diez años de edad, con la intención de cambiar pesos por dólares. - ¿Quieres cambiar?  Seis a uno,  siete a uno  - me decía uno de ellos. Le dije que no quería, pero le pregunté si se podía entrar a las cuevas. Me contestó con una natural serenidad que sólo vería superada minutos después, sin sospechar el fin con el que volvería a utilizar tal maestría. -Entrar, se puede entrar…señor. Lo que pasa es que ahora mismo acaba de salir el guía con un grupo de turistas italianos, y no sé si volverá a bajar, pero... si quiere ahora mismo le pregunto y vuelvo, ¿”oká”? Mientras lo esperábamos los otros dos chavales seguían intentando “cambiar”. El chico que había ido a buscar al guía no tardó en volver y parecía traer buenas noticias a juzgar por su leve sonrisa, la sonrisa de un artista. Tomando posesión tras el mostrador de piedra, me dijo: - Señor, está todo ”oká”, no hay problema. El guía me dijo que en cuanto se tome un café, viene para acá... Me  dijo  también  que  son  cinco  dólares  por  cabeza y                                                                                                                                                                  

que es un  compromiso, pero que como son pocos y  españoles, les hace un favor. Tras cobrar fue a buscar al guía y sus compañeros se quedaron con nosotros, por lo menos por un instante. Al momento, y si saber cómo, estábamos solos. Entonces nos miramos los unos a los otros y sin cruzar palabra alguna, nos dimos cuenta de que nos habían timado. Salimos afuera y fuimos a la cafetería, donde nos enteramos que las cuevas llevaban varios meses cerradas. Una empleada, al ver que buscábamos algo, nos preguntó qué pasaba. –Nada, no pasa nada señora, no se preocupe. Dígame, ¿ha visto a unos críos por aquí? Más exaltada me contestó, -  ¡Señor, no me diga que le robaron- a la vez que se acercaban el resto de los empleados.¡En Cuba no se roba, Señor! , ¡En Cuba no hace falta robar, no hace falta!- Una vez comprobado que no había ni rastro de los negritos y que la mujer se había calmado un poco, nos tomamos unos cafés. Mientras, ella seguía justificando su idea de Cuba, en la que el hecho del  robo era simplemente imposible, incomprensible e innecesario. 

Con el recuerdo amargo, no sé si por el café o por los lamentos de la camarera, partimos carretera abajo, la única y la misma por la que habíamos subido  antes con la esperanza de encontrarlos por el camino; no para recuperar el dinero o recriminar lo sucedido, sino para darles unos dólares más por habernos engañado con tanta elegancia y estilo, digno de unos artistas. Ya de regreso en Cárdenas, por supuesto esa noche, brindamos por los tres negritos.



                                                                                                            GUAMÁ, CRIADERO DE COCODRILOS

​                                                                                       EL PEQUEÑO MILITAR Y EL NIÑO DEL BOLÍGRAFO

En Guamá está el mayor criadero de cocodrilos del mundo. Un sitio paradisíaco lleno de lagos, islotes, palmeras… Existe aquí una reproducción de un poblado aborigen de los indios nativos de la Isla, los Atuhei. Nombre que acabó siendo el de una marca de una riquísima cerveza de producción nacional. Aquí vivían los Atuhei y aquí criaban a sus hijos, ahora en Guamá se crían  cocodrilos. Una atracción turística en la que una verja de varios metros de alto separa al visitante de los reptiles.  El cocodrilo inmóvil tomando el sol parece pesado y lento, pero sorpresivamente puede ser muy rápido si responde a un movimiento inesperado y amenazante. Sin duda es un animal peligroso y voraz, como demostraba uno de ellos al devorar la cola de otro que flotaba sin vida en la laguna. Las crías de cocodrilos son separadas de sus adultos para evitar a sus progenitores la horrible tentación de convertirse en “come-hijos”, condición sin duda de mal padre. A salvo de sus voraces padres y demás congéneres, a estas crías sólo les queda evitar a otro depredador nato, el hombre. Aunque pocos terminan así, sólo el tiempo puede salvarles de un fatal destino. Y es que la cola de cocodrilo sólo es comestible cuando el animal no supera los seis primeros años. La única parte que se come es la cola y pasado ese tiempo se endurece tanto que la hace incomestible. Así que, con un poco de suerte y algo de tiempo podrán escapar de la olla del hombre.

Estaba haciendo unas fotos mientras tirábamos algunos cocos por encima de la verja metálica cuando de repente algo me llamó la atención. Entraron un militar y dos niños, una niña y un niño. Debido a mi declarado desconocimiento de la vida castrense, ignoro el rango que este militar ostentaba, aunque si recuerdo que llevaba varias estrellas doradas que lucía en los hombros de su uniforme verde. Pero lo que realmente me había llamado la atención fue el niño que lo acompañaba. A este sólo le faltaba el tamaño y las estrellas para ser idéntico al que sin duda parecía su padre. Cuando lo vi pensé en hacerle una foto. Estaba sobre un puente de madera junto a la niña, pegados a la barandilla. Me acerqué para conseguir la imagen sin que se diera cuenta, cuando el pequeño militar con su flamante uniforme verde oliva, con cartuchera de cuero incluida, me miró con los ojos llenos de orgullo y sonrisa infantil. Girándose hacia la cámara posó para la fotografía. Un pulcro saludo al más puro estilo militar, sirvió como de despedida.

 

Al niño del bolígrafo lo conocí más tarde, cuando descubrí que la cola de cocodrilo era comestible. Decidí tomar algo en una cabaña de madera que parecía una especie de bar. No más habíamos pedido una cerveza y un plato de tacos de carne de cocodrilo a la plancha, llegó un crío de unos siete u ocho años pidiéndonos chicles y sobretodo bolígrafos con publicidad impresa. Le dije que no tenía ninguna de las cosas que me pedía y, aunque no llegaba a acosarnos, el niño insistía. El padre que llegaba en ese momento recriminó la actitud de su hijo al ver lo que intentaba, echándolo de allí, mientras nos repetía una y otra vez: - pero si él no lo necesita-. Más tarde me explicó que el Estado le daba a su hijo, como al resto de los niños cubanos, lápices para escribir, además de cubrir las condiciones necesarias para recibir una  buena educación. Incluso me comentó que la guagua lo iba a buscar todos los días para llevarlo al colegio y de regreso a su casa, situada en el  interior de la isla. Y mientras comíamos juntos cola de cocodrilo, en esta historia, yo le daba la razón.





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